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Marcelo Grosman: Revista de Cultura

Mar 29, 2016

La densa trama de lo visible
POR ANA MARIA BATTISTOZZI

Nada se fotografía tanto como aquello que se presume en riesgo de desaparecer, escribía Regis Debray en un ensayo de 1992. No hace tanto tiempo. ¿O si? ¿Podríamos hoy seguir afirmando que la imagen constituye un reaseguro frente a la desaparición de las cosas cuando ella misma se encuentra afectada por esta lógica de los tiempos en que vivimos? De algún modo la propia tecnología, que alentó una fe ciega en la imagen fotográfica se encargó con su propia dinámica de descartarla, una vez pulverizada, disuelta, superpuesta ad infinitum y finalmente sepultada bajo la sobredosis que afecta la mirada y la memoria del presente.

Se diría que por allí rondan los problemas que plantea la muestra que Marcelo Grosman acaba de presentar en la galería Nora Fisch. Concebida como una instalación que intenta alumbrar los modos de construcción, reproducción y circulación de la imagen, asume la forma de un dispositivo, o más bien de una inquietante maquinaria de visión, en la que confluyen los soportes más dispares. Cine, video, publicidad y revistas a granel, todas fuentes que alimentan a un mismo tiempo este enigmático despliegue donde se superponen temporalidades distintas y se anula cualquier intento de clasificación y orden en función de una cifra o un momento preciso.

Aún así, vemos que el artista se empeña en un esquema clasificatorio dentro de un determinado universo: Confusión-Devoción-Euforia- Temor. Si, el Temor, la Euforia, la Devoción y la Confusión, como si de las virtudes cardinales de nuestro tiempo se tratara. Pero sólo trata del universo de emociones, despojadas de cualquier ideología romántica. Y todo eso alimentado por un torrente incesante de imágenes deshilachadas, fragmentadas y superpuestas que se deslizan sin cesar; que resultan difíciles de aprehender, tanto en su configuración como en su sentido. De allí que ese flujo se presente provisoriamente congelado en un instante como para ser indagado científicamente. Desde un lugar –como sugiere el texto de presentación Ariel Schettini– “en el que el observador aparece ‘interesadamente’ a mirar cómo la tribu (o la horda) hace sus ceremonias. Una serie de imágenes que tienen algo de registro antropológico (o catálogo policial) y por lo tanto de extrañamiento y distanciada supremacía del observador”.

¿Pero acaso es posible reducir las emociones a un determinado repertorio de imágenes? En series anteriores Grosman trabajó con distintos repertorios surgidos de los archivos policiales y los manuales de salud. Algo de esto aún sobrevuela la escena. En cualquier caso su indagación previa operó una suerte de disección de los cuerpos a partir de las posibilidades que fue abriendo la tecnología de la imagen.

Del mismo modo podría decirse que esta curiosa maquinaria, que trata de la reproducción y la circulación de las imágenes, ha sido concebida para diseccionarlas; excavarlas y poner al descubierto de modo implacable el proceso de descomposición que padecen. Cualquiera de las piezas instaladas en una vitrina sobre una mesa, una pantalla visor o en lo alto, muy por encima de la mirada habitual puede emerger como un recorte provisorio en el generoso flujo –que acabó por fundir presente y pasado disolviendo toda posibilidad de reconocimiento y datación– para observar científicamente ese devenir.

Dos planteos confluyen al mismo tiempo en este mismo espacio. Por un lado, la idea central del artista, que gira en torno de la naturaleza de la imagen y la lógica que le imprime el proceso de circulación, donde pasado y presente se encuentran en un mismo horizonte de percepción. Y por otro lado el que atiende y administra la cuestión del espacio en tanto contenedor y significante en sí mismo, llamado a orientar también el desplazamiento del espectador. Así, dos piezas ubicadas más cerca del cielo raso que de su mirada desbordan de datos como carteles publicitarios. ¿Será por eso que ganaron las alturas? ¿Habrá que ordenar con precisos desplazamientos ese conjunto de imágenes difíciles de aprehender y comprender? El espacio de la instalación desafía al espectador de modo radical y lo pone inmediatamente ante la experiencia de arte contemporáneo. Podrá ser más o menos confortable, más o menos intensa, pero es propia de este tiempo. Hay territorios de lo pictórico y lo fotográfico que mantienen todavía una cierta ambigüedad en este sentido. Este seguramente no.

Hoy se hace más necesario acompañar la singularidad sensible de las obras con sus justificaciones teóricas que a menudo no están a la vista del espectador. Grosman habla de una “post historicidad” de las imágenes. Es decir, una falta de apego al dato de cómo, cuándo y dónde fueron hechas. De un desinterés por cuánto cambia su sentido dentro y fuera del contexto original, en caso de que fuera posible fijarlo en algún tiempo y lugar. Uno de los signos que define esta era de la imagen en la que vivimos es la confusión. Y no es meramente casual que ésa sea una de las emociones que recupera el artista. De eso hablan estas imágenes que se presentan a su vez como diseños o están afectadas por el diseño. De pronto aparecen, borrosos y apenas reconocibles, los rostros de Patti Smith, Santucho o el de una madre acariciando a su hijo en una forma de Devoción mass-media. Disuelta la nitidez de sus rasgos, se integran a la trama y aportan una textura que evoca el modo de superposiciones propio del collage pop de la posguerra. Otros rostros menos reconocidos y sensuales se integran como un tapiz que despliega una narrativa. Cualquiera de ellos ha perdido en su espesor toda capacidad de informar sobre una situación o un momento preciso del acontecer privado o público. Hoy por hoy no resulta importante la datación de la imagen. Es la mezcla de tiempos y formas justamente lo que interesa en ellas. Es su fatalidad posthistórica, su singularidad y a la vez el mayor atractivo de época.

FICHA
Marcelo Grosman
La humana máquina